En muchas de las cartas que Horacio Quiroga escribiera a Martínez Estrada le contaba de un par de violines que había encargado a un lutier de apellido Escalera. Quiroga tiene cierta obsesión con el asunto: quiere que su amigo reciba un obsequio delicado, acorde con su sensibilidad. Después de todo, Martínez Estrada era un aceptable músico aficionado y de hecho uno de sus últimos escritos está dedicado a Paganini. Lo que más preocupa al cuentista es la elección adecuada de la madera para confeccionar los instrumentos. No todas resuenan del mismo modo, por supuesto. Nada cuesta imaginar que la selección de los materiales debe hacerse bajo el amparo de una demorada meticulosidad, que al árbol escogido debe talárselo en el momento indicado –no es lo mismo el verano que el invierno-, y que la madera tiene que permanecer en guarda un determinado tiempo.
Tanto Quiroga como el lutier de Misiones parecen desconocer estos pasos con notoria precisión. Cierta vez en un pueblo cerca de Angers, en Francia, un lutier chileno que se había exiliado en los setenta, después del Golpe, me explicó que elegía la madera para confeccionar violonchelos a partir de la voz del cliente. No entró en detalles o, al menos yo no los recuerdo. ¿Cómo mensurar la eficacia de tal proceder? Supongo que por su espesor poético, nada más (después de todo, cuando de chico estrenábamos un par de zapatillas estábamos convencidos de que gracias a ellas saltábamos más alto, corríamos más lejos).
Lo de veras interesante del lutier de Quiroga es que no sabía tocar el violín y, al parecer, ningún otro instrumento. Pero, en tren de balancear las cosas, desde este otro lado tenemos a un Martínez Estrada dedicándole a Paganini en tanto instrumentista (no en tanto compositor, entiéndase bien), un volumen de trescientas páginas sin haberlo escuchado nunca. La obsesión y el celo de Quiroga por la construcción de esos instrumentos son inversamente proporcionales a su calidad, se habrá adivinado. Martínez Estrada recibió uno de esos violines, al parecer hecho de timbo, que es un árbol muy poco aconsejable para estas circunstancias. El sonido era hipnótico y horripilante, escribe. Remoto, semejante al maullido de un gato recién nacido. Las últimas cartas que le enviara Quiroga antes de suicidarse, le hablaba de los violines.
En su formidable cuento Nadar de noche, Juan Forn relata el encuentro de un hombre de mediana edad con su padre muerto hace ya unos años, al borde de la pileta de una casa de verano. Y así, con el título del cuento, el padre le describe qué cosa es la muerte, de qué va el más allá. En uno de los silenciosos cuadros de Daniel Besoytaorube se aprecia un grupo de nadadores que se desplazan en sentido vertical, como si ascendieran en busca de la superficie. La pintura tiene algo de película muda; parece un fotograma de esos mágicos cortos con los que Joseph Cornell confeccionaba sus breves films. Un retazo, como suele ver la vida quien se la va a quitar. Retazos sin continuidad, nada con mucho sentido. De modo que así debe ser la muerte para un suicida, parece decirnos Besoytaorube: como nadar de noche; nadar en blanco y negro. Pero no en una pileta inmensa imaginada por Forn: los desplazamientos son en sentido ascendente, en busca del aire, del alivio que no supo llegar a tiempo. Sin embargo no se trata de un castigo, no hay una sensación de ahogo perpetuo, y ahí nadie se cansa: debemos tener una piadosa imaginación para con quienes se han quitado la vida. Se trata de una de las formas del consuelo: nadar con un sentido, con esperanza, seguir vivos, de algún modo; una eterna paz vertical, sin estrellas y sin esfuerzo.
Y de este lado, cuando las ceremonias han concluido, los cuerpos se repliegan, se silencian, apunta Besoytaorube. Hay como un resguardarse en algo parecido a una posición fetal. Como contracara al movimiento de los muertos en lo líquido, de este lado prevalece una inmovilidad yerma, de colores parcos sin horizonte.
La carta de Quiroga a Estrada se encuentra impresa en negativo. De veras se hace difícil descifrar la letra. Hay algo de electrocardiograma en ella, una prolijidad nerviosa. Los violines siguen siendo su preocupación. Y sí, la letra suena como Martínez Estrada escuchaba al violín que le regalara su amigo. Algo lejano, de pequeño animal asustado. No otra cosa produce una cuerda sobre una caja hecha con madera tropical. Una molesta y obsesiva música que no es sino la banda de sonido de cuando las cosas han dejado de tener mucho sentido.
Debajo del agua las ondas sonoras viajan más rápido que fuera, pero se atenúan antes debido a la densidad del medio. Una música incansable de violines renovados.
¿No deberíamos figurarnos que debajo del agua la música de esos violines debe sonar maravillosa para quien nada en busca de consuelo?
Luis Sagasti