Volverás en invierno

Así como la poesía puede virar hacia la novela, o lo que empieza como ficción puede ingresar al mundo de lo real, en la obra de Daniel Besoytaroube la materia pictórica transmuta en materia poética, se dirige al espectador y le habla, más precisamente, le hace una pregunta: aquí había un acantilado y ahora hay la línea horizontal de una marea, en pleamar; entre uno y la otra, 65 finlandias, 307 kilómetros, casi 8 estaciones para volver a un mismo invierno: ¿qué operación, matemática o lógica, puede contar al mismo tiempo en metros, en árboles y en años? ¿Y qué movimiento, si no es el del artista, puede hacer ingresar el número –6000 veces 6000–, la letra, la palabra, la línea de mareas, la madera, la distancia, en un mismo universo sensible, que hasta en la abstracción encuentra materias plásticas, vivas, maleables?

La pregunta se formula con palabras: es la materialidad gráfica de la letra lo que se pronuncia. Una letra que es trazo, marca, rasgadura sobre la superficie. Pero que también se vuelve línea negra irrecuperable de lo que ya no es posible leer, impresión en negativo. La tela es superposición de estructuras morfológicas de distintas épocas, trae huellas de una escritura anterior. Historias, intercambios epistolares entre Quiroga y Martínez Estrada, constelaciones de frases y signos, referencias como anécdotas cifradas. O formas inesperadas de cruzar mundos, como en los “Duetos”, series significantes en las que la coincidencia –esa forma espontánea de ser de lo real– se vuelve también materia sensible. ¿Qué recorrido puede trazarse entre Camus y Nietzsche? ¿O es acaso entre la palabra “Camus” y la palabra “Nietzsche”? ¿Cuántas letras deberían dibujarse en el camino? ¿En cursiva, para que la línea que cruza por detrás finalmente se trace? ¿Y si les cortamos la cabeza a esas dos palabras? Quizás crezca una tercera –como en “Las zarinas”– o FINLANDIA se convierta –finalmente– en FIN.

En la obra de Besoytaorube, el color –o su ausencia– es un lenguaje en sí mismo. Grises pizarra, blancos que sugieren la erosión de la luz. Y si no hay palabras, está el mar. Un mar que habla desde la dulzura. De fondo o en la superficie, en tensión entre lo pictórico y lo conceptual, el mar es un borde, un umbral. La ola es medida y el vaivén, intervalo. Las tablas de mareas son registros que –lejos de domesticar el movimiento del agua– se vuelven, una vez más, gesto poético. Y la matematización del mar es vibración de imágenes, vestigios, instantes que se detienen en la superficie de acrílico y cartón de un libro de mareas que han abandonado la arena: algo del tiempo que se vuelve pigmento.

Entre Brighton y Biarritz, por ejemplo, es Mar del Plata lo que emerge. Un tercero excluido o un fuera de escena que siempre está por llegar. Como una pregunta que asedia y que no quiere nombrarse, que se dice de forma lateral en referencias y diálogos –circulan personajes que cometen un delicioso suicidio en masa; filósofos que mueren de manera estrafalaria. La pregunta por la muerte se formula, pero no de forma grandilocuente. Como en el relato de García Reig, que da título a esta muestra: “Volverás en invierno”. Cuando lo leí, le dije a Daniel: quisiera que este cuento terminara antes. Que hubiera un cruce de mundos y que no se resolviera. Quisiera que terminara acá, en este párrafo. Otra vez, el acantilado. Algo parece estar a punto de caer. Algo inminente. Si terminara acá, en cambio… Cuando salimos, ese párrafo, ese mismo párrafo, en los asientos de atrás del auto de Daniel, en su obra “____”. Entonces, sí, “Volverás en invierno”: algo del orden de la ocurrencia, de lo que irrumpe sin ser del todo convocado, una figura, un hecho extraordinario, como una chispa o como una catenaria suspendida. Y que no ingresa al fantástico, se queda ahí, se sostiene en el borde por un instante más. Un equilibrio frágil, como el trazo que lo sostiene: la rara obra del deseo, la maravilla de lo real.

Fernanda Mugica